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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

Una Historia, Tres Actos

Stefany da Costa

Acto uno.

Asunción se llama aquella, que vendía lotería en una esquina.  Su suerte no era precisamente la más grande.  Digamos que era de esas, que si hacía girar una moneda en el aire jamás le caía de cara, y ninguna probabilidad la había vencido desde hacía ya treinta años.  Pocos placeres disfrutaba de la vida.  “Los justos” decía ella.

Víctor, en cambio, se llama él.  Chico bueno y robusto, de familia que era más apellido que personas. Bien vestido y con corbata, cada mañana, se sumergía en un trabajo de maestro que según él, lo iba matando desde adentro como un aneurisma fatal. 

Sin embargo, de eso no va esta historia, sino más bien de cómo llegó ella a esa esquina un cuatro de mayo cualquiera, y cómo él, que le compraba un número cada viernes de pago, aquel día decidió que serían sus ojos lo que vería cada mañana por el resto de su vida.

Si entrevistáramos a la Sra. García, mujer caucásica de sesenta y siete años, viuda desde hace cinco; y le preguntáramos sobre sus vecinos, los esposos Rodríguez, seguramente nos llenaría los oídos de frases como “Son maravillosos”, “Una parejita tan educada”, “Son como esas personitas de las películas en blanco y negro, a las que el amor los colorea y no hacen falta pigmentos para que nos demos cuenta de su felicidad”.  Aunque creo que exagero, al poner a la Sra. García tan poética y alegre, no me equivoco con las impresiones generales, porque desde que Asunción dijo sí y adoptó el apellido de Víctor, su vida se transformó, a los ojos de cualquier espectador, en una de esas cosas que vemos con celos en las novelas o nos hacen suspirar en las historias rosas.  Una vida perfecta pues, una pareja ideal.

La chica con dificultades, que consigue el amor verdadero en primavera.  Argumento perfecto para una historia de amor.

Acto dos.

Como cada mañana desde hace doce años, Víctor se levanta primero. Baja las escaleras en bata de algodón azul y pasa cuarenta y cinco minutos encerrado en el baño del primer piso de la casa que comparte con Asunción. 

Mientras, su mujer, en bata de seda vinotinto, se escurre de la cama marital para fumar un cigarro escondida en el balcón de la habitación cinco metros por encima de su marido. Luego se viste con aquella camisa que le regaló Víctor en su pasado cumpleaños y que tiene un gato que le da nauseas en el pecho, y baja las escaleras de dos en dos hasta la cocina.  A veces, se detiene delante de la puerta del baño y escucha respirar a su marido.  Qué hace allí él tanto tiempo, no lo sabe ni lo sabrá, pues cada día que pasa la incógnita se transforma en rutina, aquella vieja conocida que ya no importa.  

Cuando Víctor sale del baño, perfumado y vestido de corbata, el desayuno está servido en la mesa de la cocina.  El beso de buenos días va después de la mirada aprobatoria al gato azul que sonríe desde el pecho de su esposa.  El hambre deja poco espacio para las palabras, pero no importa, porque es temprano y las historias no se sientan a la mesa a esa hora. 

Una gota que cae en el fregadero hace dueto con el ventilador de madera que gira en el techo de aquella cocina amarilla, donde dos son suficientes pues no cabría más silencio en esos veinte metros cuadrados.  No hay niños en casa.  Fue decisión mutua, aunque a las familias les doliera. “Estamos bien así” se decían, “es mejor así en estos tiempos difíciles”.

A veces, los acompaña el periódico del día anterior con sus noticias compitiendo por atención. A Víctor le gusta revisar letra por letra para estar seguro de que todo está bien. Claro, dentro de lo que él puede controlar desde su silla.

Otras veces, no los acompaña nada,  “estamos bien así” se decían, “es mejor así en estos tiempos difíciles, quién quiere deprimirse tan temprano”.

Luego del desayuno, Víctor lava los platos, mientras Asunción revisa la lista de la compra y los quehaceres del día. Hasta que el suspiro del marido señala el fin de la mañana juntos y Asunción se levanta, coge el maletín de él que los ha estado viendo desde la silla de madera al lado de la puerta de la cocina, y juntos, los tres, Víctor, Asunción y el maletín; se dejan conducir hasta la puerta de salida, donde ella deja entrar al nuevo día y le da paso a su marido para que salga a la vida.

Desde la puerta lo despide “adiós amor, que tengas buen día”.  Mientras la Sra. García sale a su puerta, la saluda y la halaga por su hermosa camisa.  Ambas mujeres siguen con la mirada a Víctor, que se sube al auto, lo pone en marcha y se despide con la mano mientras las ve empequeñecer por el espejo retrovisor.

Acto tres.
                                                              
Fue una alegría inimaginada, cuando Víctor le presentó a Asunción a su familia.  Al fin se casaría, al fin sería normal.  Su madre lloro y su tía corrió a la iglesia a dar las gracias.  Él sabía que aquello, borraría por fin de sus cabezas el pequeño incidente sexual y repetitivo de Miguel, su estudiante de dieciséis años que lo había llevado a la locura.  Ahora, mientras veía a su mujer por el retrovisor, se felicitaba por haber tomado aquella sabia decisión que le había regalado una vida normal y le permitía seguir sus gustos y encuentros con sus estudiantes. 

Aunque como cada mañana, todavía la silueta de Asunción se dibujaba en el retrovisor, ya a esa altura Víctor no la veía. Hoy es martes “ojalá Tomás vaya a clases” pensó, Tomás y sus pantalones ceñidos.

Al principio asunción se había atormentado por no haberle dicho a Víctor que realmente ella no sólo estaba en esa esquina vendiendo lotería, pero luego se fue acostumbrando a la idea de que el silencio era un lugar más cómodo. No tener que contar con la calle para apaciguar las hambrientas e insaciables necesidades de su entrepierna, había sido al final una bendición.  Mientras veía a Víctor alejarse en el auto, y escuchaba de fondo el parloteo de la  Sra. García, recordó que no le había pedido efectivo a su marido para las compras, sin embargo, la preocupación pronto desapareció, entre los tres caballeros que sucumbirían en su cama hoy estaba Ricardo, y Ricardo era un cliente bueno, siempre pagaba con sencillo.

Así que, como cada mañana, con una sonrisa en los labios, se despidió de la Sra. García y cerró la puerta.     

 

Una historia

 

 

 

 

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